domingo, 4 de mayo de 2014

Los ojitos entrecerrados, perdidos.
La cabecita que soporta un sombrero de piedra caliza, musgoso, terroso.
No tiene boca, no tiene nariz, solo un pedazo de piel sin uso
y una nube de cigarrillo que forma una aureola insignificante.
No es un santo, está medio muerto entre las hojas negriverdes y no se mueve, 
le crecen unos frijolitos entre el sombrero, se llena de humedad.
No se aburre, no llora, no piensa. 
Es un pobre montón que usamos como refugio en este invierno que prontó pasará:
lo dejaremos allí, sentado como lo encontramos, mojado e inexpresivo.

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